No soy experto en el Medio Oriente. Pero ahora que los eventos en Túnez y en Egipto han vuelto a poner sobre el tapete el tema de una posible toma del poder por parte de los sectores fundamentalistas islámicos, se me vienen a la cabeza varias cosas.
Primero, hasta ahora los temores de las élites de opinión en Washington no se han cumplido. Las insurgencias populares en Túnez y en Egipto han sido marcadamente seculares.
En segundo lugar, los sectores islámicos más poderosos en ambos casos no son exactamente los teócratas con que nos quieren aterrorizar. Por ejemplo, vale la pena leer este artículo de Helena Cobban sobre la Hermandad Musulmana de Egipto.
Pero el tercer punto es el que más me molesta y me viene dando vueltas en la cabeza desde hace mucho. Los actuales movimientos fundamentalistas islámicos surgieron en gran medida como una alternativa, fomentada por Occidente, para socavar las bases de los movimientos populares de izquierda, socialistas y comunistas en el Medio Oriente.
La Casa Real Saud gozó del apoyo de las petroleras que veían dichosas como ésta reprimía la movilización obrera en los yacimientos, creando incluso un régimed de apartheid entre la mano de obra. Que impusieran el velo a las mujeres, que amputaran las manos de los ladrones, que adoptaran una interpretación retardataria del Islam procedente del siglo XVIII en pleno siglo XX, nada de eso era problema mientras el petróleo siguiera fluyendo.
Uno de los primeros financiadores de Hamas fue el gobierno de Israel, al que le pareció buenísima idea quitarle apoyo a la izquierdista OLP. Ahora, cuando Hamas está obteniendo legitimidad política propia (que, dicho sea de paso, los hace mucho más razonables de lo que se suele pintar en nuestro medio), entonces Occidente pone el grito en el cielo.
Si alguien inundó Afghanistán de armas y de militantes islámicos fue Ronald Reagan en asociación con el Rey Fahd de Arabia Saudita para repeler a los soviéticos quienes a su vez estaban apuntalando al gobierno comunista afghano, fruto de un movimiento comunista secular doméstico. Cualquier cosa era preferible a permitir que Afghanistán fuera comunista, inclusive los fundamentalistas que después formaron la Alianza Norte, algunos de los cuales ahora pelean contra Estados Unidos.
Si alguien trató de islamizar la política pakistaní (un país mayoritariamente secular) fue Zia ul Haq, el dictador militar de los años 80s que se ganó las gracias de Estados Unidos por derrocar al izquierdista Zulfiqar Bhutto (padre de Benazir). Después del golpe, ul Haq se dedicó a crear, con financiación saudí, la famosa red de madrassas y mezquitas radicales que forman la base popular del islamismo en la región. (Aunque, para ser francos, las madrassas no producen terroristas, contrario a lo que se suele decir en la prensa.)
Lo primero que hizo Saddam Hussein cuando el Partido Ba'ath llegó al poder en el 69 fue matar a quinientos dirigentes del Partido Comunista de Iraq. ¿Cómo sabía quiénes eran y dónde estaban? La CIA le dio los datos.
Obviamente, no siempre es porque Estados Unidos esté detrás de los hechos. El choque entre islamistas e izquierdistas va mucho más allá. El caso de Irán es un ejemplo. La Revolución Iraní del 79 contaba con apoyo de sectores seculares de izquierda (incluídos los comunistas). Cuando Khomeini se consolidó, dicho sea de paso, en medio de la militarización creada por el ataque de Saddam Hussein, aprovechó para destruir a estos sectores, en medio de una violenta represión.
Ahora los neo-cons y los islamófobos de turno nos vienen a decir que es que en aquellos "pueblos bárbaros" el fanatismo religioso es algo eterno, que viene desde los tiempos de Mahoma y que por eso lo único que se puede hacer es mantener a la región controlada por la fuerza. El presunto fanatismo religioso (que ni siquiera es tanto como dicen) tiene una historia mucho más breve, una historia en cuyos orígenes están los mismísimos personajes que ahora lo deploran.
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