De pronto debería darme vergüenza confesar el pretexto de este escrito: se trata de una noticia de política menuda en Estados Unidos que atañe a un reducido círculo de intelectuales; no me queda fácil reconocer que ando pendiente de esta clase de cosas. Pero en fin, así soy.
El hecho es que se ha armado un escándalo que ha conmovido al mundo. Bueno, para ser más exactos, al mundo anglo-parlante, aún más preciso, el de Nueva York y Londres. A decir verdad, las partes de Nueva York y Londres que viven pendientes de las actividades intelectuales. Pero no todas, solo aquellas que atañen a universidades y, en especial, en cuanto tienen algún componente relacionado con Israel.
El motivo del escándalo es que la universidad pública de Nueva York, CUNY, decidió no otorgarle un grado honorífico a Tony Kushner, dramaturgo estadounidense muy importante, ante la oposición de uno de los miembros de la junta quien acusó a Kushner de adoptar posiciones radicales en contra del Estado de Israel. El asunto ha ido creciendo en cobertura y ahora es todo un debate.
La verdad el asunto como tal no me parece tan importante o interesante como para gastarle tiempo. (Como imaginarán, estoy del lado de los que les parece que la conducta de CUNY en este episodio ha sido una desgracia.) Pero me llama la atención por la forma en que se ha planteado el debate. Una buena introducción a lo que quiero decir es leerse, en ese orden, el artículo de Stanley Fish de hoy, y luego el artículo de Stephen Walt. (Test para perezosos: el artículo de Walt es el primer vínculo de esta entrada. Si no lo han leído todavía es porque cuando pasaron por ahí no quisieron enterarse.)
Como una primera aproximación, Stanley Fish tiene razón: el incidente como tal no constituye ninguna violación de las libertades de nadie y por lo tanto, no tiene por qué pasar a mayores. Nadie tiene el derecho fundamental de recibir títulos honoríficos. Nadie le está prohibiendo a Kushner que se pronuncie sobre Israel.
Pero visto más de cerca el asunto, Walt insinúa un ángulo que tiene más implicaciones cuando dice que detrás de los actos de CUNY hay un intento de "intimidar" a críticos de Israel. Y Walt sabe mucho de eso, con todos los insultos que le han llovido...
No entro a discutir si fué deliberado o no el dichoso intento de "intimidar." Pero dejando atrás los detalles sobre este episodio, sí hay en el fondo una pregunta más importante.
En las sociedades modernas entendemos que la esfera pública debe ser plenamente libre, todos los ciudadanos deben tener derechos básicos para expresar sus puntos de vista, y así sucesivamente. Pero como contrapartida de este principio, solemos considerar que las organizaciones privadas (bueno, en este caso CUNY es pública, pero ignorémoslo de momento) son libérrimas a la hora de decidir cómo adjudica sus espacios de expresión, quién se expresa en ellos y para decir qué.
Pero en la realidad las cosas no son tan sencillas. Un sistema de libertades públicas por sí solo puede ser insignificante para una persona porque todo individuo necesita también la capacidad de interactuar con organizaciones privadas. Por ejemplo, yo tengo todo el derecho de escribir lo que se me dé la gana en este blog. Pero esa libertad no tendría el mismo significado si, como resultado de lo que yo escribo acá, el día de mañana me viera sometido a alguna campaña de silenciamiento, o vetos o cosas por el estilo a manos de organizaciones privadas. El discurso público requiere de recursos privados (acceso a plataformas visibles, difusión, reconocimientos, etc.) de modo que una corporación privada puede influír muchísimo sobre qué tan libre es la esfera pública.
No estoy diciendo que toda institución privada debe ser obligada a darle difusión a todos los puntos de vista. No me gustaría, por ejemplo, que el Center for American Progress (un think tank de izquierda en Estados Unidos) tuviera que darle, por obligación, un blog a Charles Krauthammer. (Aunque me encantaría que a la Heritage Foundation la obligaran a darle un blog a Paul Krugman, je, je, je....)
No hay ninguna solución preconcebida a este problema. Pero sí está claro que la inquietud de fondo es plausible: el poder corporativo distorsiona la esfera pública. Por lo mismo, aunque es imposible tener una "solución", sí es posible saber qué cosas son contraproducentes: por ejemplo, la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos (Citizens United) que aumenta el poder de las empresas para financiar campañas políticas, máxime cuando se basa en el principio absurdo que considera que financiar una campaña política no es distinto de ejercer el derecho a la libertad de expresión.
Monday, May 9, 2011
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